Hch 13, 44-52; Jn 14, 7-14
Tanto la Carta a los hebreos como el Evangelio de san Juan y otros muchos escritos del Nuevo Testamento, coinciden en afirmar lo esencial de la fe cristiana: Jesús es el reflejo, la gloria, la manifestación visible del Dios invisible. Cierto es lo que dice el prólogo del cuarto Evangelio: a Dios nadie lo ha visto jamás, es el Hijo quien nos lo ha revelado. Esa revelación no es una especie de prodigio extraordinario cumplido por Jesús, realizado a través de actos de poder. Es algo más simple: Jesús vive de tal manera que rebasa las actitudes ordinarias de los simples mortales. Hay en su forma de proceder algo tan sobrehumano, que solo puede ser divino. De ese amoroso hallazgo, Pablo se vuelve testigo y portavoz a pesar de todos los riesgos en las ciudades y sinagogas del Mediterráneo.
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