INVOCATIO: Ha resucitado mi esperanza, Jesús.
LECTIO: 1Mac 6,1-13. Después de profanar el templo de Jerusalén, el Rey Antíoco es derrotado en Judea; el rey muere sumido en depresión y tristeza. Sal 9. Cantemos al Señor, nuestro Salvador. Lc 20,27-40. Ante los saduceos, Jesús revela que los muertos resucitan y Dios es Dios de vivos.
MEDITATIO: La existencia humana no termina con la muerte. Así lo atestiguan filosofías, religiones y culturas. De algún modo se percibe que no todo queda en el pellejo; la piel se arruga, los ojos palidecen y se cubren de cataratas, los dientes y el pelo se caen, los músculos cojean y los huesos se agujeran; señales de decrepitud, y sin embargo las banderas de la meta ondean por el otro lado del cosmos. Se siente que algo precede al nacimiento y trasciende la muerte, se manifiesta en el tiempo y se embarca en la eternidad, se coloca en la tierra y sube hasta el cielo, vive el presente y se proyecta en el futuro, transcurre en un aquí y ahora pero cruza la frontera del más allá, se experimenta en un cuerpo pero vive por el alma que ya intuye y se ve en la inmortalidad. Todo para decir: vida futura en la resurrección de la carne. Mientras tanto el tiempo se experimenta y se mide; y la eternidad, en cambio, toca una música inaccesible, hace cuentas imprecisas y ni la fantasía puede con ella. Dicen que todo en esta vida se paga y así le sucedió al rey de Persia. Antíoco vive dominado por la ambición de lo terreno e inmediato y no le preocupa un gran qué, la realidad futura. Cegado por el poder, su reino se cifra en saquear y acumular los botines que le permite su prepotencia. Al final del día algo falla, una derrota terrible que sólo deja depresión, tristeza y un después bastante sombrío. ¡Y pensar que el planeta Tierra aún no ha aprendido la lección! La ambición cobra vidas vacías, la prepotencia ciega conciencias, la posesión de lo terreno tapa la eternidad maravillosa. ¡Qué corto es el tiempo para lo mucho por hacer; el tiempo se acaba y se abre la eternidad. En este contexto de ultratumba y resurrección, contienden los saduceos y los escribas. Los saduceos pertenecen a la clase pudiente y rica, afirman que el hombre fue creado para cumplir la ley y punto. Lo mejor para ellos es alcanzar una buena posición social, comer bien, tener una bella esposa, y vivir del prestigio y del buen nivel porque todo termina con el último respiro, no hay tal resurrección. En franca discusión y diatriba, ambos bandos se presentan ante Jesús con la historia consabida de la mujer matamaridos. En el caso de 7 hermanos casados con la misma esposa, ¿de quién sería ella en el paraíso? Los saduceos se frotan las manos de contento por el hallazgo de un caso que probaría lo absurdo de la resurrección. Jesús cita la ley del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Si es Dios de los padres fundadores de Israel, es Dios de vivos y no de muertos. La autoridad misma del Maestro no da lugar a dudas ni mayores elucubraciones. A la luz de la eternidad, el tiempo del hombre es una brizna. Triunfa, sin duda, quien mira y programa su tiempo en función de la eternidad, quien vive aquí con la mira allá, quien deja la marca del alma en el pellejo de un cuerpo perecedero. Después de todo, quien cree en Jesús, aunque muera, vivirá para siempre. Es tiempo de abrir los ojos detrás de la cortina, es tiempo de levantar los talones, es tiempo de resucitar.
ORATIO: Gracias, Señor, por lo pequeño de mi tiempo y lo inmenso de mi destino. Me llamaste a la vida en un mundo portentoso, lleno de alegrías y de tareas. Y pusiste en mis miembros frágiles y corruptibles, la semilla de la eternidad, prenda de la resurrección y del paraíso. Gracias, Dios mío por el don de la fe que me permite ver desde ahora las realidades que me esperan contigo para siempre.
ACTIO: Ejercicio de trascendencia. Hay en la vida muchas semillas de resurrección y de eternidad. La fe en la Palabra de Dios que revela para mí el panorama de la salvación en la vida eterna. Los consejos evangélicos del Cristo obediente, casto y pobre que anticipa los bienes futuros. La vida de gracia que permite ya desde ahora rasgar el más allá y participar de la vida misma de Dios. La contemplación de la resurrección de Jesús, como garantía y esperanza cierta del verdadero destino del hombre.
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